Árbola nació a partir de una intuición, como siguiendo un hilo dorado que venía tímido apareciendo, y que luego empezó a llamar en los caminos oscurecidos por los días de pandemia. Adquirió claridad para mí cuando comprendí la necesidad de conectar con la naturaleza, porque como humanidad habíamos olvidado que somos parte de ella. ¿Qué implica este olvido? ¿Cuál es su profundidad, si viene ocurriendo hace tanto tiempo? ¿Cómo desandar un camino tan antiguo sin tener una noción de dónde ir? El corazón y su habla emergieron como faro, para invitar a un tránsito inédito, despertando antiguos sentidos de orientación.
Justo ahí es donde comenzó la pequeña conciencia que señala que conectar con la naturaleza puede ser mucho más que relacionarse o no con otros seres, o saber ritmos estacionales o lunares. Todas estas cosas abren dimensiones enormes, sin duda, y muchísimo vale el tiempo y el esfuerzo de entrar en ellas; pero si lo hacemos, ¿dónde nos llevan? ¿Qué es conectarse con la naturaleza, y cómo se hace eso?
Intentando comprender esto vi que la respuesta puede no ser una sola, y no estar en palabras, no en las que solemos pensar, ni en las que yo pudiera escribir ahora en este aparato. Se trataría más bien de dimensiones que están por fuera de las barreras de lo que pensamos y el modo en que lo hacemos. Iría más por fuera de lo que vemos, hacia lo que olemos desde esa percepción olfativa que solíamos tener cuando andábamos en más de dos patas y los pies eran fuertes y flexibles. Ba, qué digo “perspectiva”, el lenguaje no sabe cómo nombrar porque simplemente no ha tenido, tal vez, el gusto de desfigurarse. No muchas veces, al menos. Entendí que, así de entrada, era mejor decirle a la voz en mi cabeza que era momento de dejar de hablar.
Entonces la escucha se abrió. Tal como fue cuando empecé a tener cuerpo al son de las primeras pulsaciones. Escucho Todo! en todas direcciones. Todo se mueve y todo se da, en honesta armonía. Natural. Respiro y el vaivén se repite en olas siempre, una y otra y otra, sin parar. Un tambor es una expresión sencilla, redonda y completa de este movimiento cristalino. Simple como un anillo. Un objeto que canta siempre, con todos los contactos y desde todo su cuerpo.
Un objeto vacío.
Y todo comenzó.
Para este viaje sin nombre ni nombrar, estaba bueno quizás ayudarse un poco y dejar señales que le permitieran a uno volver al andar y adentrarse un poco más, más o menos desde donde uno hubiese quedado, digamos. Siendo así, y porque a las personas, al parecer, nos gusta compartir, surgió el deseo de encontrar algo que pudiese ayudar en eso. De todas las cosas, el tambor se reveló como aquella presencia silenciosa que estuvo siempre ahí pero que nunca se le advirtió. Un tambor, porque era un objeto simple, de materialidad flexible pero fuerte, que uno pudiese llevar al viaje.
Por largo tiempo no hubo un tipo de tambor que destacara por sobre otro para mí. Cada uno se mostraba y era maravillosamente enorme, bello, como un universo cada uno. Así que enamorada anduve de uno y de otro por años. Hasta que con herramientas en la mano y trabajando – fuera del viaje –se me presentó éste. Un tambor que no era redondo. Que no tenía cuero de animal. Que era más bien como una silla. Que estaba muchas veces dando vueltas por un montón de casas convertido en mesita de luz o mil otras cosas. Que era tremendamente sencillo en su construcción y los materiales con los que estaba comúnmente hecho ni siquiera provenían directo del árbol. Una caja. Un cuerpo cuadrado con una boca.
Pero ese tambor que ni parecía tambor, me enseñó a mirar con las manos, a sentir los rallos de sol a través de sus capas. Me mostró cual es el color del sol cuando vibra. Me enseñó a medir distancias escuchando y a masajear sin tocar. Me mostró que las cosas son lo que son y no lo que de ellas se dice que son. Me enseñó mil músicas y me confesó que, si así lo quiere, es un camaleón y canta como el instrumento que le pidan, aunque él solo tenga que evocar a muchos tambores a la vez. Y también me confesó que sabe ser fuego, ser agua y ser madera, porque a pesar de todas las cosas por las que pasaron las capas de su piel, él sí recuerda bien que ha sido árbol, y que por su cuerpo subía el agua hacia el cielo.
Él sí sabe que es naturaleza. Él conoce el camino del viaje.
Me contó también la historia de sus ancestros. Vio cómo unas personas esclavizaban a otras llevando a cabo las atrocidades más grandes. Atravesó el mar transportando mil cosas de una orilla a la otra y vio pasar mil lunas en el olor a sal de las aguas y las lágrimas. Sintió las manos negras que lo manipulaban y escuchaba fuerte su corazón amordazado. Por eso cantó con ellas y ellos esos cantos prohibidos y vibró hasta rajarse mil veces elevando el canto hasta el cielo, tal como mucho antes, de árbol, elevaba sus aguas en verdes hojas. Se les hermanó en tanto amor que no dejó de acompañarles, y se quedó a vivir en las tierras peruanas para cantar sus memorias en combinaciones rítmicas que no tienen tiempo.
Y así, sin darse mucho cuenta, se fue multiplicando y poblando otros lugares hasta hoy, que se quedó aquí en mis manos para que lo ayude a ser tambor que canta al cielo: para ser tambor medicina y acompañar a quien sienta transitar el viaje hacia su naturaleza.